El 23
de febrero de 1981 asistimos a un golpe de estado tradicional: un alzamiento
militar con tiros en el mismo Congreso nacional. El golpe quedó en una simple asonada
cuando el Rey Juan Carlos I compareció en TVE para condenarlo.
El 1
de octubre de 2017 la Generalitat cambio las armas por las urnas y las
sonrisas. Un referéndum ilegal y chapucero desencadenó una declaración
unilateral de independencia. La parodia
fue desmontada con las herramientas de nuestro estado de derecho: el Rey Felipe
VI lo condenó de forma inequívoca, los dos partidos mayoritarios acordaron en
las Cortes la aplicación del art. 155 de la CE, los tribunales (Supremo y
Constitucional) dictaron las sentencias oportunas.
El
golpe de estado que estamos viviendo en el 45 aniversario de la Constitución
española (CE) es más sutil. Son las propias autoridades estatales quienes están
alterando la CE por la puerta de atrás, reinterpretando su letra y controlando
las instituciones destinadas a protegerla. Un ejemplo. Tras asegurarse la
mayoría “progresista” en el Tribunal Constitucional (TC), el Gobierno aclara: “Como
no podía ser de otra manera, será constitucional todo lo que el TC considere
como tal”.
Tres
métodos diferentes de alterar el orden constitucional saltándose los cauces de
reforma dispuestos por ella. En eso consiste un golpe de estado, además de
acabar con la división de poderes. Tres tragicomedias más propias de un
escenario teatral que de la arena política. Los dos primeros golpes se desmoronaron
antes de materializarse. El tercero es más peligroso y no tiene marcha atrás. Para
conseguir los votos que necesitaba para llegar al gobierno y mantenerse en Moncloa,
Sánchez ha dado tantos privilegios a la extrema izquierda y los
independentistas que es muy difícil que le abandonen. Tampoco el PSOE sabría
dónde ir. Solo cuando los votantes miren a Venezuela se despertarán de su
letargo.