“En el
principio existía el Verbo”. Así empieza el Evangelio de San Juan que se repite
todos los años por Navidad. “El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre
(…) La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió (…) Vino a su
casa, y los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron, les dio poder
de ser hijos de Dios”.
Estas
palabras no dejan de estremecerme año tras año. ¿Cómo es posible que el hombre
prefiera malvivir en las tinieblas, andar a tientas pisándose unos a otros y tropezando
mil veces con la misma piedra (el egoísmo)?
La
única explicación que encuentro es el amor desinteresado y arriesgado de Dios. Él nos da lo mejor que tiene (Cristo) respetando nuestra libertad de cerrar la
puerta y ventanas de nuestra casa. Afortunadamente, este no es el final de la
historia: “Pero a cuantos le recibieron, les dio el poder de ser hijos de Dios”. Traduzco: de vivir en la paz de los hijos de Dios; de verlo todo a la luz de Cristo para
encontrar el sentido profundo a la vida y la muerte; de conseguir la fuerza de
voluntad necesaria para superar nuestra condición egoísta.
2022
años después podemos preguntarnos: ¿Ha fracasado Dios? ¿Sirvió para algo la
venida de Cristo? La mejor respuesta la ofrecen la vida y obras de tantos santos
repartidos a lo largo de estos veinte siglos. Las preguntas anteriores también
pueden enunciarse en clave personal. ¿Qué pasa cuando camino mirándome al ombligo?
¿Y cuando trato de seguir los pasos de Jesús?
Quien albergue alguna duda pregunte a las personas que le rodean, empezando por su
cónyuge e hijos. El riesgo que afrontó Dios al encarnarse habrá valido la
pena si alguien regresa del Portal de Belén dispuesto a arrimar el hombro para mejorar la convivencia familiar.