El pasado jueves, el proyecto socialista de ley de eutanasia superó su
primer escollo parlamentario. No será el último debate que presenciemos. Las fuertes
garantías que impone el proyecto actual se irán diluyendo hasta llegar a la
situación vigente en los países más “avanzados” donde, para obtener la píldora de
la muerte dulce, basta enseñar el carné de identidad y demostrar que eres mayor
de 70 años.
La cuestión de fondo es
otra: ¿Estamos dispuestos a aceptar esas líneas rojas que enmarcan nuestras
libertades individuales y los poderes del Estado? Así lo han hecho las
civilizaciones que han aportado algo valioso a la historia de la humanidad.
Estas líneas se resumen en los tres mandamientos básicos: “no matarás, no
robarás, no mentirás”, están presentes en todos los códigos éticos de la
humanidad. Su proclamación más solemne resurge en la Declaración de los
Derechos Humanos de 1948, documento que arranca con el derecho a la vida, base
y soporte de todos los demás.
Los diputados pro-eutanasia esgrimieron que ellos solo
pretendían crear en el Estado del bienestar una oficina de muerte digna y dar
libertad para que entren aquellos cuya vida se les hace insoportable. Me temo
que llegan tarde estos bienhechores de la humanidad que disfrutan creando
nuevos derechos, aunque sea a costa de eliminar otros preexistentes emanados de
la dignidad personal. Cada día los cuidados paliativos son más eficaces en el
alivio del dolor y cada día resulta más fácil el suicidio para los que se
empeñan en morir. A estos les bastará pedir por Amazon el kit belga de suicidio
o la píldora holandesa de eutanasia.
Con la legalización de la eutanasia la primera de
las líneas rojas de la civilización humana (“No matarás”) se vuelve harto
difusa: “No matarás a no ser que te lo pida la víctima o que tú entiendas que
es mejor para ella”. Las consecuencias se antojan catastróficas. Todas las
leyes que banalizan la vida y la muerte acaban erosionando los cimientos de la
civilización.
La Tribuna de Albacete (14/09/2020)