Los
parlamentos del mundo avanzado empiezan a colapsarse por tantas leyes de ingeniería
social que asumen. Mientras revisaba los últimos proyectos legislativos de
nuestro país, me preguntaba: ¿Dónde he visto yo esta película? Al final caí en
la cuenta que no era una película sino una novela escrita en 1931 por Aldous
Huxley: “Un Mundo Feliz”. Cuatro son las columnas sobre las que descansa el
nuevo mundo.
Eugenesia. El libro empieza con un
paseo por el laboratorio de la vida donde nacían los seres humanos agrupados en
clases o castas. Los alfa eran blancos, listos y guapos; nacidos para mandar. Los
épsilon realizaban los trabajos más sucios y, sorprendentemente, sus genes estaban programados para que disfrutaran en esas tareas. Como no podía ser menos, en los
experimentos eugenésicos había que desechar muchos embriones; también niños. Pero, ¿a quién importaban semejantes nimiedades?
Educación como propaganda y sugestión. La clonación
de los individuos de cada casta hacía más fácil el control de la sociedad. El
estado completaba el control a través de un sistema educativo basado en la
propaganda y la sugestión (hipnopedia,
consignas repetidas mientras los niños dormían en la escuela-hogar). En su
tarea educativa, el estado no admitía competidores. La familia y la iglesia fueron
las primeras instituciones proscritas. Por lo visto saber, que tienes una
familia que te quiere como eres y te anima a ser mejor, era un factor desestabilizador. Todavía más peligrosa era la religión y por eso, y para no dejar huecos en el
paisaje, decidieron amputar todas las cruces. Desde entonces la gente realizaba
la señal de la “T” en vez de la señal de la cruz.
Droga. ¿Y si alguien alguna vez se sentía triste o
desmotivado? Para eso estaba la droga (soma).
El sexo era la droga más barata y la más socorrida; podía practicarse a todas
horas y con todos/as. En las guarderías se enseñaban juegos sexuales desde los
siete años. Si un niño sentía vergüenza, era rápidamente derivado al psicólogo.
Eutanasia. En el Mundo Feliz de
Huxley nadie moría de viejo. Y nadie se acordaba de esos ancianos feos y doloridos que podían dar una nota discordante y consumir recursos públicos. Con transfusiones de sangre joven, todos se mantenían atractivos hasta los setenta años. El día que los cumplían,
eran “invitados” a un hotel de lujo, tomaban una pastilla y… ¡PLAS!, se acabó
la pesadilla del mundo feliz.
La Tribuna de Albacete (5/11/2018)