El 40 aniversario de la Constitución
española, nos invita a reflexionar sobre el papel de las constituciones y, en
particular, el que ha jugado la ley fundamental española de 1978. El primer
punto a considerar es la relación entre constitución y democracia.
Todos
queremos y defendemos la democracia. ¿Pero a qué tipo de democracia nos
referimos? ¿La democracia simplista y formal de la “mitad más uno”? ¿O la
democracia constitucional que exige mayorías cualificadas para aprobar las
instituciones básicas y para reformarlas? Ese “uno” sería se me antoja presa
fácil de los grupos de intereses. Podría convertirse en un dictador que nos
explotara o nos volviera locos con sus continuos cambios de rumbo. La
democracia constitucional es una democracia con fundamentos. Nos obliga a
respetar nuestros compromisos de largo plazo. La capacidad de asumir esos
compromisos, dice mucho y bien de una sociedad.
La
Constitución española de 1978, por poner un ejemplo, optó por una monarquía
parlamentaria y una organización territorial basada en la autonomía de las
Comunidades que integran el Estado. No excluye ni a los partidos republicanos
ni a los independentistas. Simplemente les recuerda que para conseguir sus
objetivos finales deben empezar por reformar la Constitución de 1978 siguiendo
los pasos allí indicados. Otro tanto les recuerda a quienes preferirían una
monarquía tradicional y centralizada.
El
lastre es una parte esencial de cualquier embarcación. Los marineros que, en
aras de la libertad de movimientos, prescindan del mismo pronto quedarán a
merced de las olas. La Constitución es el lastre necesario para garantizar la estabilidad
del sistema democrático. Lo defiende contra las veleidades de los políticos de
turno. Les obliga a pensar más despacio sus pretensiones y a modularlas para
asegurar el necesario consenso que se requiere para la reforma constitucional.
La Tribuna de Albacete (19/11/2018)