miércoles, 19 de junio de 2013

Educar en valores, educar en virtudes

Educar en virtudes es el mejor entrenamiento para la conquista de valores

Cuando uno visita una catedral (las góticas son mis preferidas) oye expresiones de admiración como estas: “¡Qué amplitud! ¡Qué luminosidad!”. Algunos se fijan en los majestuosos arcos y bóvedas. Muy pocos son los que se detienen a contar las columnas, a medir el diámetro de sus basas y a calcular la profundidad de sus cimientos. Sin embargo, esas columnas son el soporte de los arcos y las bóvedas que crean el espacio y la luminosidad de la catedral. Sirva esta imagen como introducción al artículo de este miércoles que versará sobre la educación en valores y virtudes. El espacio y luminosidad de la catedral podrían identificarse con los valores; las columnas, con las virtudes.
                Hablar de educación en valores se ha convertido en un tópico. Hemos de congratularnos de que en el ideario de un número creciente de colegios, universidades y clubs deportivos o recreativos se ensalce la educación en valores. Es también motivo de alegría que los valores básicos sean compartidos por casi todos. ¿Quién no desea la paz, la justicia, la igualdad, la libertad o la democracia? Pero, ¿cómo asegurar que esos valores pasen a ser operativos en la vida de las personas y en la convivencia social? Una asignatura como Educación para la Ciudadanía puede conseguir que los alumnos se aprendan de memoria una lista de valores y derechos fundamentales; amarlos y vivirlos es otro cantar que difícilmente puede enseñarse en las aulas. La primera causa de este fracaso proviene del ambiente contrario que nos rodea. Nada más acabar la clase sobre movimientos pacifistas, el niño, adolescente o joven conecta su móvil para matar marcianos; por la tarde ve una película donde muere hasta el apuntador; y en el telediario de la cena contempla como los diputados vierten por sus bocas el odio almacenado en sus corazones.
La segunda causa del fracaso debemos buscarla dentro de nosotros, padres. Educar en virtudes es el mejor entrenamiento para la conquista de valores. Pero el entrenador ha de ir delante y no todos los padres están dispuestos. Los padres educan para la paz cuando animan a sus hijos a pedir perdón y ellos mismos se abajan para pedirles perdón de vez en cuando. O cuando se ponen a contar con ellos hasta que les pasa el enfado. Sin dominio propio no puede haber paz; tampoco podemos hablar de libertad.
La familia es el laboratorio natural para la educación en virtudes pues en ella (y solo en ella) florecen los tres ingredientes básicos que se requieren para la tarea: amor, cercanía y continuidad. El amor de los padres se manifiesta en el deseo de dejar a sus hijos la mejor herencia (las virtudes) y les da energía para perseverar en la difícil tarea de la educación. Nadie resiste tanto como los padres, porque nadie ama tanto. La cercanía permite que las virtudes se transmitan por contagio. No te entretengas en enseñar gramática a tus hijos; háblales un buen castellano. Lo mismo pasa con las virtudes. La convivencia familiar es, por otra parte, tan intensa, íntima y continua que las oportunidades de educación se multiplican. Aunque en un momento les hayas dado un mal ejemplo, podrás enmendarlo una hora después. Y no te preocupes si tu hijo se tapa los oídos; mañana estará más receptivo.
Tradicionalmente, la religión ha sido la segunda palanca de la educación en virtudes y valores. Imagina que un día entras en una iglesia y oyes estas palabras de Jesús: “Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar te acuerdas que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”. Si le hicieras caso, aunque llegaras tarde a misa, te habrías entrenado para la paz y la estarías sembrado en tu familia y vecindario.
Las reflexiones anteriores me llevan a dos inquietudes que transmito al lector para quitarme un peso de encima. ¿Qué podemos esperar de una sociedad que ensalza la educación en valores y descuida la educación en virtudes? ¿Y de un sistema que desprecia y fustiga a las instituciones que históricamente han demostrado ser decisivas para la educación en virtudes? Hacemos nuestra la denuncia de C. Lewis a la hipocresía de eso que llamamos modernidad: “Extirpamos el órgano y nos lamentamos de que queden sin realizar las funciones que le son propias”. 
La Tribuna de Albacete (19/06/2013)