Los albaceteños empiezan a hablar de la Feria tan pronto
como regresan de sus vacaciones veraniegas. En una conversación reciente con
mis compañeros de la UCLM, uno definía la feria como la gran traca final después
de un verano más caluroso, largo y agitado que en el resto de Europa. A otro compañero
le llamaba la atención la duración de la feria: “¡No sé cómo pueden aguantar tantas
noches durmiendo poco y a deshora!”.
El tercer tertuliano, oriundo de La Roda, aclaró estos
enigmas refiriéndose a la tradición que le había llegadlo de la abuela de su
abuela. A primeros de septiembre, decía aquella buena señora, los campesinos remataban las faenas del campo para
llegar a la feria de Albacete. Viajaban en carros tirados por caballos que
“aparcaban” a las afueras de la ciudad y servían de casa. Al tiempo que
acordaban la venta de sus excedentes agrícolas, aquellos feriantes compraban los
medios para la producción y el consumo del próximo año agrícola. A saber, bueyes,
aperos y utensilios de cocina. Tratándose de Albacete, no podía faltar, el
último modelo de navaja.
La diversión venía al atardecer. Bailes, manchegas,
saltimbanquis... Lo más satisfactorio era el encuentro con viejos amigos para
contarse las batallas del pasado y las ilusiones del presente. Los jóvenes
aprovechaban para lanzar el tejo, asegurando así la continuidad a las familias.
Nadie regresaba a sus pueblos sin visitar a la Virgen de los Llanos para implorar
su protección.
Aquellas ferias han cambiado al compás de las revoluciones
tecnológicas y de las formas de vida. No tiene sentido elegir la mejor de las
ferias. Sí podemos buscar los elementos comunes. Yo destacaría la importancia
de la interacción humana en un clima cordialidad propiciado por esa visión
trascendente encarnada en la Virgen de los Llanos. “Amar y ser amado” es la
necesidad fundamental de las personas en cualquier época de la historia.
La Tribuna de Albacete, 99/99/2024