La democracia se define como el gobierno del pueblo a través de los representantes elegidos periódicamente en las urnas. ¿Pero quién la defenderá de unos representantes convertidos en depredadores del poder? Desde Montesquieu (1748), la democracia fue protegida mediante la separación de poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. Son los “frenos y contrapesos” (checks and balances) a los que se refirieron los padres de la Constitución americana de 1787.
Lamentablemente, estos tres contrapesos se han deteriorando con el paso del tiempo. Por razones de eficiencia, el poder ejecutivo ha controlado al legislativo desde siempre, y cada día con mayor descaro. El Parlamento se limita a aprobar las leyes propuestas por el Gobierno, cuando no a refrendar los decretos-leyes aprobados la noche anterior en el Consejo de Ministros. El Tribunal Constitucional todavía podría declarar esas normas inconstitucionales. Pero esto deja de ser cierto cuando la la coalición gubernamental elige la mayoría de los magistrados entre sus antiguos ministros o personas de probada fidelidad política.
Afortunadamente,
en los países federales y afines, las autoridades autonómicas y municipales han
actuado como contrapoderes del gobierno nacional. Para que prevalezca este sistema
sobrevenido de contrapesos, los votantes deben asegurar unos ayuntamientos y comunidades
independientes. Y deben castigar a sus representantes territoriales cuando han demostrado
ser una mera correa de transmisión del Gobierno central, por más que digan lo
contrario durante los periodos electorales. Bajo ningún concepto estamos
obligados a respaldar a los políticos nacionales que han engañado a propios y
ajenos para mantenerse en el poder, poniendo en peligro la esencia de la CE. A
saber: el Estado democrático de derecho y la propia Nación española.