Fui yo quien lo hice; lo siento, no
sabía que era imposible
“Magnaniidad”.
Esta sería virtud más destacada de Nelson Mandela, Premio Nobel de la Paz en
1993 y primer Presidente Negro de la República de Sudáfrica (1994-1999); a su
funeral, celebrado ayer asistieron cien jefes de estado y gobierno. Lo dijo Desmund
Tutú, primer arzobispo de raza negra en Ciudad del Cabo, también Nobel de la
Paz. La magnanimidad aúna dos cualidades que pocas personas han logrado
conciliar: grandeza de ánimo en el camino hacia las metas más elevadas y generosidad
para perdonar al adversario que puso todas las trabas posibles. Los tramposos y
violentos presumen de ser más eficientes en la conquista del poder. Pero sólo
las personas magnánimas son capaces de ganar el aprecio y colaboración de los
competidores sin los cuales es imposible construir una paz duradera. Mandela lo
consiguió en su larga marcha por superar el “apartheid”, ese régimen de
segregación de la mayoría negra por el veinte por cien de afrikaners o boers descendientes
de los colonos holandeses.
Un par de
anécdotas ayudarán a entender el sambenito de “magnánimo” que hemos colgado
sobre Mandela (Madiba llaman los de su tribu).
Mayo 1994. Al día siguiente de ganar las primeras elecciones democráticas, nuestro protagonista acudió muy temprano a la oficina presidencial. Allí estaba, haciendo la maleta, el secretario de los dos presidentes anteriores. Mandela le suplicó que se quedara: “Todos mis colaboradores, y yo mismo, somos hombres de campo, necesitamos la ayuda de secretarios experimentados como usted”. –¿Pero qué dirá mi antiguo Presidente?, replicó el secretario. –No se preocupe, que el Sr. de Klerk también se quedará como Vicepresidente.
Mayo 1994. Al día siguiente de ganar las primeras elecciones democráticas, nuestro protagonista acudió muy temprano a la oficina presidencial. Allí estaba, haciendo la maleta, el secretario de los dos presidentes anteriores. Mandela le suplicó que se quedara: “Todos mis colaboradores, y yo mismo, somos hombres de campo, necesitamos la ayuda de secretarios experimentados como usted”. –¿Pero qué dirá mi antiguo Presidente?, replicó el secretario. –No se preocupe, que el Sr. de Klerk también se quedará como Vicepresidente.
Unos días
antes, sus asesores debatían sobre el futuro himno nacional, convencidos como
estaban que iban a barrer en los comicios. Tenían claro que el himno oficial,
que rememoraba la marcha de los Boers aplastando las tribus negras, debía ser
reemplazado por alguna de las canciones tribales que clamaban venganza. En el
zénit de la discusión entró Madiba con una propuesta desconcertante: “Hasta que
alguien componga un himno reconciliador, en todos los actos oficiales sonará la
música de los dos himnos”.
Algún lector
estará pensando. “¡Qué suerte haber nacido de esa pasta!”. Más que suerte, yo lo
atribuiría al empeño personal más la serenidad que confiere el paso del tiempo. La
magnanimidad, como el resto de las virtudes, no se transmite en los genes, hay
que sembrarla y abonarla. Mandela necesitó 27 años de reflexión para adquirir un
corazón magnánimo. Ingresó en prisión como un terrorista perteneciente al brazo
armado de la ANC, un partido subversivo inspirado en el marxismo de Fidel Castro. Sus objetivos confesos eran erradicar con un golpe de estado un sistema político basado en la
segregación de razas (apartheid) y un sistema económico basado en la
explotación del obrero (capitalismo). Los años de prisión le dieron la
tranquilidad de espíritu que necesitaba para focalizar bien el objetivo y
elegir el camino más seguro. La paz pasa a ser la meta y el camino.
El objetivo
inmediato se concretó en asegurar la igualdad de blancos y negros en la escuela
y en las urnas. Era el primer paso hacia una un estado democrático de derecho
que respeta y hace respetar los derechos humanos. El resto de problemas
socioeconómicos, que no desaparecen con la varita mágica de la democracia,
tendrían que afrontarlos uno a uno, como ocurre en las sociedades occidentales.
En el
epitafio de la tumba de Nelson Mandela podría escribirse. “Fui yo quien lo
hice; lo siento, no sabía que era imposible”. En el pulso contra el Estado más
racista y represor de finales de siglo XX, pocos hubiéramos apostado por aquel
preso de cabellos blancos y cara sonriente pero demacrada. Con razones y
diálogo supo canalizar el clamor de las multitudes oprimidas. Con razones,
diálogo y ese clamor a sus espaldas diluyó la resistencia del opresor. Nelson
Mandela, siguiendo la estela de Martin Luther King y Mahatma Gandhi, nos
enseñan el camino que hemos de recorrer para asegurar la aplicación de los
derechos fundamentales. Esos derechos que empiezan por la vida y siguen por la
igualdad y la libertad. Esos derechos que fueron formalmente declarados en 1948
pero que necesitaremos todo el siglo XXI para hacerlos realidad.
La Tribuna de Albacete (11/12/2013)